Caminando por la noche, en la calle del recuerdo, donde la luz de las farolas apenas daba visibilidad, pensando para mis adentros, escuché un quejido, un lamento, un llanto intenso. Estaba apagado, cansado, abatido, yo diría que sin vida. ¿De quién era aquel llanto que hasta mi alma apenaba? Miré, miré, recorrí con la mirada toda la calle, entre la niebla, acurrucado, prácticamente agonizando, vi la procedencia del llanto.
Fijé la mirada en la penumbra, bajo la pálida luz de una farola, acurrucado a los pies del monolito al escritor Eduardo Mendicutti, se hallaba un niño. Pequeño, solo, indefenso,.... llorando. ¿Qué era?, ¿qué podía provocar aquel llanto?. Me acerqué cuanto pude. Casi creí desfallecer al verlo. Era yo, yo estaba allí, acurrucado, llorando, pero parecía tan joven. Entonces comprendí, era mi infancia, de la que me desprendí hace tiempo, la que perdí cuando a mi vida llegaron tantas obligaciones, preocupaciones, responsabilidades y todo lo que ahora es mi vida.
¿Cómo pude perder algo tan frágil, tan bello, tan mío?
Me dejé caer en la valla que cubría el recinto, desconsolado, quise llorar con él por todo lo que habíamos perdido. Cuando agaché la cabeza, allí en la penumbra, con las lágrimas a punto de caer, me negué, aún debíamos estar a tiempo, no podía ser el fin.
Alcé la vista y con paso firme me dirigí hacia la puerta de la cerca de metal que guardaba el lugar. Entré, llegué a donde estaba el niño, me arrodillé, el niño me miró. Seguía llorando con su cara limpia, salvo por las lágrimas de tristeza y desconsuelo, su rostro joven, su mirada perdida... . Mi corazón se detuvo un instante, le miré, le sonreí, pero él seguía impasible… . No me reconoció. Yo era un completo extraño para él.
La verdad, ahora que lo veía claramente supe que era mi infancia más profunda, no sé como había acabado allí, en ese lugar al que jamás habíamos ido los dos. Supuse que el recuerdo hace esas jugarretas y te muestra que en la vida nada de lo que se pierde se recupera. Apenado, saqué de mi bolsillo un pañuelo, le sequé las lágrimas y a punto de irme vi en su rostro una sonrisa. Me reconoció, se dio cuenta de que él era yo, la misma persona, pero de un tiempo diferente, que sin querer se perdieron el uno al otro. Abrí mis brazos y, como a un niño, lo cogí, se abrazó a mi cuello y salimos de allí, por aquel camino de brumas y de sombras, alumbrados tenuemente por algún recuerdo.
Si alguien nos hubiese visto se habría quedado atónito, porque mientras caminaba sentí como nos volvíamos a fundir, siendo lo que siempre hemos debido ser: una esencia, un mismo ser…
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